Sigue doliendo

Fragmentos de una memoria

Por: Mateo Caballero

Después de treinta y cuatro años del asesinato de Jaime, la que más sufre su ausencia es mi abuela. Posiblemente fue una de las personas que más lo llegó a conocer en vida, razón por la que se le arrugó el corazón para siempre.

—A mi mamita le tocó bregar mucho cuando nació mi hermano como para el año de 1947. Ni ella ni mi papá tenían un trabajo estable. Recién llegados de Boyacá pagaban una pieza con el dinero que conseguía mi mamita trabajando como empleada doméstica en las casas quinta de Chapinero. Mi papá ni se aparecía de estar jartando cerveza todos los días. A los meses siguientes la situación se puso más difícil porque mataron a Gaitán y la ciudad quedó arruinada. A mi mamita le tocó llevar a Jaime a Ramiriquí, con mis tías.

Yo corrí con una pizca más de suerte porque nací dos años más tarde y a mi mamita le dejaron cargar conmigo mientras ella completaba los quehaceres de la casa. Así fue hasta mis ocho años que mataron a mi papá de una pedrada y a mi mamita le buscó un mejor trabajo.

—¿En que consiguió trabajo la bisabuela?

—Como tomatera.  Le tocó muy duro por esa época. Ese mismo año volvió Jaime. Cuando se lo trajo a la ciudad, su sueño era verlo en el colegio, pero ese era más bien desjuiciado. Mi mamita decía que Jaime se comportaba así por no tener una imagen de papá y por eso se metió con mi padrastro, la peor decisión que pudo tomar.

El diálogo me estaba mostrando la rabia y el dolor que mi abuela tenía incrustado en la memoria desde hace mucho tiempo. ¿La peor decisión? Todo lo que mi abuela me estaba contando era nuevo para mí. Por primera vez estaba conociendo la intimidad del dolor  que guardaba, ese que siempre supo disimular y manifestar entre sonrisas vacías.   

—Ese señor fue lo peor que le pudo pasar a mi mamita, la embarazó de cuatro hijos y de ninguno se hizo cargo.  Venía a visitarla cada quince días. Yo para ayudarla me hice cargo de la casa. A mis 12 años ya tenía que cambiar pañales, hacer el almuerzo, el aseo y todo lo que fuera de la casa. Aunque yo alcancé a hacer hasta tercero de bachillerato, Jaime no terminó ni la primaria. Desde muy chico prefirió colaborarle a mi mamita vendiendo en las antiguas plazas mercado como la del Benjamin Herrera, la Monteblanco, la del 12 de octubre, pero si la memoria no me falla, eso solo fue hasta el setenta, papito, porque el alcalde de ese entonces decretó una única plaza, la San José. Pero ahí solo duraron dos años, porque se la llevaron a Corabastos. 

 A Jaime se le conoció como un ser muy alegre y confianzudo, no era muy agraciado pero carismáticos como él ¡Ya no hay! Se la pasaba sorprendiendo por la espalda a las solteras de la plaza cuando iba de visita. Posiblemente ese era su mayor defecto. Ser muy coqueto.

Mientras yo terminaba de tomar los últimos sorbos del tinto que me había preparado mi abuela, noté en sus ojos el reflejo del vacío que deja la muerte. Pude entonces inquirir un dolor que palpitaba con la misma intensidad que brotaba ayer en el tío Eduardo. Las grietas de la memoria familiar sucumbían por la proliferación indebida de un dolor profuso. Quedaba más cuerda por tirar…